1.6.09

Desencuentro

Después de aquello volvimos a encontrarnos, sentados en dos sillas encadenadas en un lugar cerrado, sin ventanas ni luz ni aire, que parecía recoger en su árido espacio el daño que pudimos causarnos.

Allí posada, a tu lado, me sentía como el pétalo de una rosa castigada por el sol, próximo a caer, a desprenderse irremediablemente con el más tenue de los movimientos. No podías mirarme. Yo sí, y quería besarte, mejor, que lo desearas. Y mi deseo se apaciguó, vencido, y mientras miraba tus manos te hablaba de ayer, de otros, en cinco minutos, sin perseguir contar nada. Quizás incómoda, no sabiendo o no queriendo permanecer allí, de lado, observando sin cesar tus manos.

Nuestras últimas palabras se habían arrojado feroces, deshilvanadas, imperfectas las mías. En ese instante no las recordaba, ni siquiera las tuyas que en otros días me maltrataran. Pero nos mostramos incapaces, resultaba pretencioso empeñarse en borrarlas, seguían ahí, entre nosotros, como una nube fría de gas, que nos separaba. Y más, quizás no fueran sólo las palabras.

Al despedirnos se te escapó un acostumbrado hablamos. Y yo repetí, como un eco sin decisión ni cordura, sí hablamos, sabiendo que era torpe e inútil despedida. Abres la puerta, caminamos dos extraños que olvidan.

No volveríamos a hablarnos. Mientras entre los labios se me escapaba un simple adiós, lo percibía.

Volví a sentarme, tejiendo pasados y futuros, en un banco de madera acariciado por el aire de la tarde. Y una vez más no era dolor ni tristeza ni vacío, era el desasosiego que llegaba por haberte vivido, un lento vaivén que me agitaba como al pabilo de una vela le zozobra el viento. Me mecía, ingrávida, ausente, como adormecida.